Jueves, 25 de Mayo de 2017
Electricidad
Se escuchaba una dulce voz tarareando una canción de cuna mientras las gotas que salían de un grifo golpeaban la superficie mojada que había bajo él.
Poco a poco otros sonidos se fueron mezclando con la voz, pero, finalmente, todos, incluso la voz, cesaron. Fue entonces cuando, tumbado en la cama de aquella habitación, la melancolía se apoderó de su pensamiento. Recuerdos que se sucedían unos a otros cruzaban su mente mientras sus ojos miraban el oscuro y sucio papel verde de las paredes.
Del piso de arriba comenzó a llegar el sonido de una vieja canción; de mucho antes de que él naciera. Al poco, unos pasos acompasados se empezaron a escuchar, formando círculos en el techo amarillento y en penumbras de aquella habitación. Se imaginó a una pareja abrazada bailando lentamente mientras giraban por la estancia y se susurraban al oído… Tal vez, incluso, un beso en el cuello, sin querer.
Pero todo aquello sólo le entretenía durante breves momentos. Después volvía a sus recuerdos.
Una noche lluviosa en una calle iluminada por las luces de los comercios de una gran ciudad; la gente, ajetreada y siempre con prisas, se cruzaba con él. Con sus paraguas abiertos y entrechocando, salpicando la cara con las frías gotas que habían conseguido llegar hasta el extremo de las varillas de metal. Fue, tras secarse los ojos con la manga, tras apartar el brazo, que la vio allí, con un impermeable de plástico transparente, corriendo para refugiarse de la lluvia.
Sólo por un instante la vio, pero aquella imagen había perdurado desde entonces en su mente. Y estaba seguro de que, sin saber por qué, perduraría por toda su existencia. Un instante como otro cualquiera, un instante pasado y mágico que se repetía en su cabeza como el respirar en su pecho. Entonces, una sensación de bienestar le acompañaba. Relajación… Y una triste nostalgia de algo que nunca llegó a ser… De lo que, quizá, podría haber sido.
La luz que había al otro lado de la ventana empezó a parpadear y a cambiar de colores, iluminando y dejando casi en total oscuridad la habitación; parpadeaba, y con cada parpadeo un nuevo color iluminaba el interior. Grandes sombras se alargaban tras los objetos, la luz se apagaba y al volver sus ojos encontraban la misma habitación y los mismos objetos, todo en el mismo sitio. Nada cambiaba, pero cada vez que la luz se perdía él esperaba que al reaparecer lo hiciese con algo nuevo, todo nuevo. Una habitación nueva, un lugar nuevo… Pero al volver todo era igual, todo en el mismo lugar.
Entonces se dio cuenta de que no hay nada que no vuelva a empezar, siempre, en un círculo sin fin, sin principio ni fin. ¿Quién podría recordar cuándo empezó a formar parte de él?
Corriendo, su mente siempre volvía al mismo lugar, a una noche de lluvia y a un impermeable transparente que se perdía entre los cristales de unos escaparates llenos de maniquís vestidos con otros impermeables transparentes. El círculo volvía a girar, recordándole tantos momentos vividos; momentos que llegarían a formar parte de aquella gran rueda, para, finalmente, desaparecer dentro de ella, como si nunca hubieran existido.
Pensaba y se preguntaba si realmente habrían existido. Tal vez sólo fueran parte de un sueño, un nuevo sueño; el sueño de esa noche. Tan sólo uno de ellos. Mañana habría más, mañana, tal vez, habría nuevas vidas ya vividas; nuevas vidas por vivir. Mañana, hoy, ayer. La rueda había vuelto a girar, allí, en aquella oscura habitación iluminada por una luz parpadeante de neón.
Todo aquello era una conversación de un interlocutor, él y su mente. Soñando y viviendo, viviendo y soñando. ¿Cuál podría ser la diferencia? Ninguna importancia tenía. Nada la tenía. O, tal vez, todo la tenía.
Volvió a apagarse la luz, volvió a encenderse la luz y todo había cambiado a su alrededor. Volvió a apagarse, y al volverse a encender todo, otra vez, volvía a ser igual. Todo estaba en el mismo sitio. Con distinto color, todo en el mismo lugar.
Los papeles de las paredes, verdes, rojos, azules, ennegrecidos por el paso del tiempo, empezaban a despegarse: junto al techo, en los rincones, bajo la sombra alargada que creaba la bombilla fundida que colgaba del techo cada vez que la luz que había tras la ventana se dejaba ver.
Otra vez la misma voz tarareaba al otro lado de la pared en la que ahora tenía apoyada su cabeza. Tras él. Otra vez oía el agua goteando, cayendo.
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Participación en el Premio Internacional de Cuento “Las Dalias” 2016. No premiado, no finalista.
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CC BY-NC-ND
5 Haikus
Es Año Nuevo,
habrá de ser inicio
de otra jornada.
Cerezo en flor
que la belleza ensalzas:
nada es eterno.
Como trueno es,
efímero señor
de sus dominios.
Hojas cayendo,
presagio venidero
de nuestro fin.
Hojas caídas
se mezclan en el suelo.
¿Quién las distingue?
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Participación en el VIII Concurso Internacional de Haiku “Facultad de Derecho de Albacete”. No premiado, no finalista.
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CC BY-NC-ND
Domingo, 23 de Abril de 2017
Recuerdos
Se despierta sentado en el porche de su casa, empieza el verano y ya hace calor. Esperará a que sus amigos acaben de comer, en cuanto los vea en la calle saldrá corriendo detrás de ellos. Sí, es divertido correr, investigar por el bosque, subirse a los árboles y esconderse, tirar piedras al estanque,… Pero… ¿Y el instituto?
Ahora lo recuerda, ¡qué absurdo! El calor del verano. Ya está en el instituto… Sí, con el tonto profesor de Filosofía y la delgada profesora de Matemáticas. Claro en el instituto.
Lo que ahora le gusta es salir con sus amigos y hablar con las chicas, aunque en este momento siente algo de añoranza de sus correrías de hace unos años.
«Este fin de semana», se dice con convencimiento. Y si al fin se decide, ese fin de semana le pedirá salir a la chica de la calle de atrás. Nunca ha hablado con ella, aunque seguro que es simpática.
Pero, fueron a Italia de viaje de fin de curso, ¡menuda ciudad Roma!… ¡Menudo país Italia! Allí conoció a la que sería su mujer; no era italiana, también estaba de viaje de fin de curso.
«¡Qué curioso! —piensa—, tener que ir a Italia para conocer a una chica que no vive ni a veinte kilómetros de casa. María, mi amor.»
Recuerda que solo a ella le ha dicho «Te quiero»; recuerda que solo con ella sería capaz de pasar la vida entera; que con ella todo se hace llevadero y que, con ella, todo lo tiene.
Y ahora también lo recuerda, está casado. «Pues claro que sí —se dice a sí mismo—, con María. Desde hace más de cincuenta años. Qué despertar más tonto.»
Piensa en entrar dentro de casa a hurtadillas y abrazarla a traición, por la espalda, y darle un gran beso, y otro. «La quiero tanto…», se dice mientras sonríe y piensa en lo que va a hacer. Intenta levantarse… Pero, cómo le cuesta.
—Señor González, no se levante —Escucha con un sonoro eco.
Al poco aparece una muchacha que se inclina sobre él y continúa hablándole casi al oído, en voz baja.
—Señor González, usted sólo tiene que decirme lo que quiere. Para eso estoy aquí.
—Sí claro, eso iba a hacer —responde sin saber muy bien que pasa, sin saber quién le habla.
—¿Qué desea?
—Nada, ¿qué hora es?
—Aún no es hora de comer. No se preocupe.
La muchacha le pasa la mano dos o tres veces por el brazo y se marcha.
Se gira para ver adónde va ella. Están en una gran sala, no es el porche de la casa de sus padres, no es el porche de su casa. Está sentado frente al ventanal de la residencia, como todos los días desde que se fue María.
Fuera el mundo gira y la gente corre, todo sigue en movimiento, pero su vida parece que se paró hace un tiempo… Desde que supo que jamás la volvería a ver.
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Regalo del día del libro 2017. Presentado inicialmente al VI concurso de relatos cortos “Río Órbigo”. No premiado, no finalista.