La estupidez
Cuando leo las gilipolleces que comparte la gente de cuentas con centenares de miles de seguidores —frasecitas tontas y consejos de vida para patanes, necios y cretinos (no pocos con carrera universitaria, lo cual no es de sorprender: la verdadera cultura lleva años y años de aprendizaje y no es monotemática), muchos de esos consejos atribuidos a personajes de mayor o menor interés—, me alegro de que Nekzisto no se venda y espero que cuando me decida y publique Oscuro siga el mismo camino de desconocimiento (me tienta mucho, demasiado, no publicar Oscuro, pero con ello no cumpliría el fin que me motivó a escribirlo: una dedicatoria necesita un libro que dedicar).
Me alegra sentirme fuera de tanta imbecilidad, prefiero ser desconocido, estar fuera de la corriente que mueve a esa mayoría; aunque, quizá, más prefería mi feliz ignorancia de juventud. Con lo que me gusta la gente, y cuánto me desagradan tantas personas que deciden ser unos ignorantes (será que así tienen lo que tenía yo en mi juventud; ¿pero cómo podrían saberlo?, simplemente decidieron ser lo que son).
Si eres de esos y tienes propósito de enmienda, podrías empezar por no usar la palabra super para construir adjetivos superlativos: así solo demuestras tu incultura y tu pobreza de lenguaje.
Me merecen el mayor respeto posible todas las personas que por las circunstancias de su vida no han podido alcanzar el nivel cultural que otros desdeñan; he conocido gente orgullosa de no haber leído ni un libro en su vida, esas personas poco respeto me merecen.
Mi madre trabajaba desde pequeña en la lavandería familiar. Con 15 años se dió cuenta de que o estudiaba o jamás saldría de aquella lavandería. Desde entonces trabajaba de día y estudiaba a la luz de una vela por la noche. Con 26 años se sacó el título de bachiller elemental y con 30 el título de Maestra de Primera Enseñanza. Después se sacó las oposiciones para ser maestra de escuela, y desde entonces ese fue su trabajo hasta que se jubiló: enseñar a los demás.
Mi padre con cinco años cuidaba vacas en el campo y con ocho cuidaba guarros (me dijo que las vacas son más tranquilas que los guarros); mucho colegio no tuvo, lo justo para aprender las cuatro reglas, a leer y a escribir. Aún así, leía, leía y leía (y también escribía, aunque era más tímido en eso que yo y, excepto tres poemas y dos historias, todo lo que escribió ha desaparecido). Y no solo leía novela, ni siquiera era de lo que más leía. Sobre todo gustaba de leer poesía e historia.