Hoy podría ser un día cualquiera,
pero un hombre afligido se conmueve
al percatarse de que fuera llueve
y pensar que la vida es pasajera.
Hacia la ventana débil se mueve
arrastrando lentamente los pies,
mientras, viendo lo que fue y lo que es,
cree que la existencia es harto breve.
Se sienta y observa con interés.
Agua y viento en su cara golpeando,
una manta su espalda resguardando.
Ensimismado piensa en los porqués
y en qué sentido tiene este revés,
en si es la última vez que ve llover.
¿Mas, quién habrá que lo pueda saber?
Nadie ha tenido nunca esa certeza,
pero él siente con inmensa tristeza
que es la última vez que la habrá de ver.
Una página huérfana para un amigo que hace tiempo se fue. Hasta cuando se estaba marchando —su marcha fue un camino de dos años y medio de lucha— tuvimos buenas conversaciones. Una que no se me olvida fue, como muchas otras, en los jardines del hospital: me decía que no quería que aquello no sirviese para nada (que fue lo que terminó siendo).
Otro día que recuerdo bien es el del poema de arriba. La ventana de su habitación tenía vistas a la plaza de toros de Granada, eran las cuatro o las cinco de la tarde de un veinte de mayo pero ya parecía estar anocheciendo: había unas espesas y oscuras nubes, llovía, hacía aire y frío. Él se fue hacia la ventana, la abrió y allí se quedó, mirando el mundo pasar mientras se mojaba y tiritaba.
Yo habría sido su padrino de boda si no lo hubiese pospuesto tanto, tanto que cuando llegó el día ni una semana le quedaba; ya hacía días que de la cama no se podía levantar y ni fuerzas le quedaban para allí, en la cama de la habitación de un hospital, casarse.
Los malos momentos se sienten más en soledad que los buenos, aunque a veces alguien haya que esté observando a nuestro lado. Aquí está el recuerdo de uno de tantos momentos de suprema soledad que todos los días suceden; el recuerdo mío, la soledad, de mi amigo Nacho.